El Mito de Yacana
La constelación que llamamos Yacana,
es el camac de las llamas, osea su fuerza vital, el alma que las hace vivir.
Yacana camina por un grán río (la Vía Láctea). En su recorrido se pone cada vez
más negra. Tiene dos ojos y un cuello muy largo. Se cuenta que Yacana
acostumbraba beber agua de cualquier manantial, y si se posaba encima de
alguien le transmitia mucha suerte. Mientras este hombre se encontraba
aplastado por la enorme cantidad de lana de Yacana, otros hombres le arrancaban
la fibra. Todo esto ocurría siempre de noche. Al amanecer del día siguiente se
veía la lana que habían arrancado la noche anterior. Esta era de color azul,
blanca, negra, parda, las había de toda clase, todas mezcladas. Si el hombre
afortunado no tenía llamas, rápidamente compraba algunas y luego adoraba la
lana de la Yacana en el lugar donde la habían arrancado. Tenía que comprar una
llama hembra y otra llama macho, y sólo a partir de estas dos podía llegar a
tener dos mil o tres mil. Esta era la suerte que la Yacana confería a quienes
se posaba encima de ellos. Se cuenta que en tiempos muy antiguos, esto le
ocurrió a muchas personas en muchos lugares. A la media noche y sin que nadie
lo sepa la Yacana bebe toda el agua del mar, porque de no hacerlo el mar
inundaría al mundo entero. Yutu (la perdíz) es una constelación pequeña que
aparece antes que la Yacana. Según cuenta la tradición, la Yacana tiene un hijo
que cuando mama ésta se despierta. Tambien hay tres estrellas que caminan
juntas y en línea recta. A éstas les han puesto los nombres de Kuntur (cóndor),
Suyuntuy (gallinazo) y Huamán (halcón). La tradición cuenta que cuando aparecen
estas estrellas más brillantes que antes, ese año será bueno para el cultivo.
Si en cambio aparecen poco brillantes, ése será un mal año, con mucho
sufrimiento.
Leyenda de la humita
Hace mucho tiempo, en Hanaq Pacha, el
cielo de arriba, hubo una gran guerra. El cruel Aucayoc- el dios de la guerra-
no sentía piedad ni por sus propios hijos, y ávido de sangre les había hecho
formar dos ejércitos y luchar unos contra otros.
El cielo retumbaba con los tambores guerreros
de los truenos, las lanzadas de los rayos iluminaban la intranquilidad de las
noches. Cuando morían, la sangre de los hijos de Aucayoc escapaba como lava
hirviente de los cráteres de los volcanes.
Hasta que quedaron muy pocos guerreros
de los truenos, las lanzadas de los rayos iluminaban la intranquilidad de las
noches. Cuando morían, la sangre de los
hijos de Aucayoc escapaba como lava hirviente de los cráteres de los
volcanes.
Hasta que quedaron pocos
guerreros y se cansaron de hacer la
guerra.
Esa mañana, el cielo permaneció azul y
despejado.
-Déjanos descansar, padre, no podemos
luchar más- pidieron Aucayoc los hijos que todavía tenían fuerzas para arrodillarse
ante él.
El dios de la guerra no quiso oírlos:
-ustedes son unos cobardes, no son
dignos de vivir conmigo. Así que ¡Fuera!, no quiero verlos nunca más!- y con un
gesto final de enojo, los arrojó cielo abajo.
Aucayoc los envió a vivir en la
tierra, convertidos en unas plantas de hojas duras, huecas como sus lanzas , en
sus frutos aucayoc encerró la rabia que sentía contra ellos.
Esa rabia se convirtió en púas muy puntiagudas.
Los hijos de Aucayoc vivieron en la
tierra mucho , mucho tiempo, soportando la dureza del corazón del suelo, que
apenas los alimentaba.
Pero un dia el Sol padre se levantó
temprano y con mucho hambre, descendió a Kay Pacha, la tierra y arrancó una de
las mazorcas de la primera planta que tuvo al alcance de la mano.
A penas las tocó , lo granos llenos de
púas se volvieron suaves y tiernos, y la mazorca se tiño de color dorado, como
el sol.
El sol comió choclo hasta saciarse y ,
agradecido, bendijo la planta.
-
Me diste tus frutos con generosidad, y
desde hoy se los dará también a los hombres, que son mis protegidos. Serás una
planta sagrada y te adoraran en los altares, como a mi. Me gustas tanto, que
eres la ofrenda que me darán en mi día,
en la ceremonia del Inti-raymi.
Todos los 24 de junio el día del padre
Sol los habitantes del Tahuantisuyo comen Shankhu, y le piden al sol un buen
año de buenas cosechas y abundantes ganados.
Leyenda del Calafate
. Se
dice que cierta vez Koonex, la anciana curandera de una tribu de tehuelches, no
podía caminar más, ya que sus viejas y cansadas piernas estaban agotadas, pero
la marcha no se podía detener. Entonces, Koonex comprendió la ley natural de
cumplir con el destino. Las mujeres de la tribu confeccionaron un toldo con
pieles de guanaco y juntaron abundante leña y alimentos para dejarle a la
anciana curandera, despidiéndose de ella con el canto de la familia.
Koonex,
de regreso a su casa, fijó sus cansados ojos a la distancia, hasta que la gente
de su tribu se perdió tras el filo de una meseta. Ella quedaba sola para morir.
Todos los seres vivientes se alejaban y comenzó a sentir el silencio como un
sopor pesado y envolvente.
El
cielo multicolor se fue extinguiendo lentamente. Pasaron muchos soles y muchas
lunas, hasta la llegada de la primavera. Entonces nacieron los brotes,
arribaron las golondrinas, los chorlos, los alegres chingolos, las charlatanas
cotorras. Volvía la vida.
Sobre
los cueros del toldo de Koonex, se posó una bandada de avecillas cantando
alegremente. De repente, se escuchó la voz de la anciana curandera que, desde
el interior del toldo, las reprendía por haberla dejado sola durante el largo y
riguroso invierno.
Un
chingolito, tras la sorpresa, le respondió: "nos fuimos porque en otoño
comienza a escasear el alimento. Además durante el invierno no tenemos lugar en
donde abrigarnos." "Los comprendo", respondió Koonex, "por
eso, a partir de hoy tendrán alimento en otoño y buen abrigo en invierno, ya
nunca me quedaré sola" y luego la anciana calló.
Cuando
una ráfaga de pronto volteó los cueros del toldo, en lugar de Koonex se hallaba
un hermoso arbusto espinoso, de perfumadas flores amarillas. Al promediar el
verano las delicadas flores se hicieron fruto y antes del otoño comenzaron a
madurar tomando un color azulmorado de exquisito sabor y alto valor
alimentario. Desde aquél día algunas aves no emigraron más y las que se habían
marchado, al enterarse de la noticia, regresaron para probar el novedoso fruto
del que quedaron prendados.
Los
tehuelches también lo probaron, adoptándolo para siempre. Desparramaron las
semillas en toda la región y, a partir de entonces, "el que come Calafate,
siempre vuelve."
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